Hoy, los discursos que señalan a los supuestos responsables de “la inseguridad”, lo hacen desde una prédica racista, clasista y discriminatoria igualando pobreza con delincuencia. El protagonismo de la clase media en el sostenimiento y propagación de este discurso es innegable. Este sector social, cuya definición no estaría acotada sólo a categorías económicas sino que también se enraíza a toda una forma de ser, pensar, sentir respecto al mundo y a los demás; ha presionado para que se efectúen cambios en el régimen judicial, decretando que solo con cárcel, mano dura y represión se podrá acabar con “la inseguridad”. Este discurso, que ha probado ser marcadamente ineficaz en la lucha contra el delito, opera eficazmente para justificar el gatillo fácil, la coacción por portación de cara o color de piel, y la persecución a los sectores ya de por si castigados por la falta de trabajo, vivienda, educación o salud.
La clase media está asustada, le aterra pensar que podría perder los objetos que con tanto esfuerzo consiguió y, con ello, el status que le brindan. Es esta “seguridad de los objetos” la que le otorga una identidad definible y destacable por encima de otros. Por eso la pobreza es la cristalización de su amenaza mas próxima, no sólo por encarnar la posible pérdida de bienes sino también de lugares sociales. El medio pelo desprecia la “chusma” y el mercado la responsabiliza de su situación, adjudicándole un fracaso que en realidad proviene de las inequidades desatadas por el neoliberalismo. Para todos, la clave del éxito consiste en alcanzar los ideales de éxito, belleza y felicidad que ofrece el mercado a través de la publicidad. De esta manera el hedonismo más básico no se basa en la diferenciación (aunque predique lo contrario) sino en la masificación de una subjetividad tilinga y consumista que en su derrotero se cree única.
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